Esperanzas: Historias de María, ficciones de Laura
Laura Esperanza Venegas Piracón

Hace más de diez años mi mamá dijo por primera vez que tenía que escribir un libro. Hace más de cinco, ella misma tomó la decisión de que era mejor que ese libro lo escribiera yo. Hace casi dos años que finalmente decidí asumir este reto, comprometerme en compartir con ella el deber de contar lo que creíamos que debía ser contado. Mi mamá me narraba las historias, sus historias —las historias de María—. Yo las grababa, luego las escuchaba muchas veces, tomaba notas, anotaba ideas, intentaba darles forma; luego borraba, luego volvía a empezar. Caminaba en círculos, daba vueltas y rodeos, hasta que de pronto se me ocurría cuál era la voz que debía usar y entonces nacían mis ficciones, —las ficciones de Laura—. Al comienzo solo pensaba en lo difícil que era hacer "buena" literatura. Luego no podía dormir con la preocupación de qué podrían pensar las personas reales si al leer los textos se extrañaban al no verse reflejadas ahí, si se descubrían convertidas por mí en personajes imaginarios (a las personas que este libro inmortaliza en personajes solo puedo decirles que todas las cualidades son consecuencia de la mirada de Esperanza y los vicios aquí descritos vicisitudes del camino de la vida). Luego simplemente decidí asumir la máxima, decidí dejar de lado todo lo que me alejaba del propósito: traducir en relatos escritos, y con un estilo tan sincero como me fuera posible, las marcas de años de litigio, de búsqueda de acciones ante las injusticias, que para mi mamá eran su mayor legado y que disfrutaba contarnos de viva voz. Ella atesoraba estas historias, admiraba a sus protagonistas y en la búsqueda de justicia concluía que es posible lo imposible. Después de haber leído mis relatos, la descubrí volviendo a contar sus historias de un modo distinto a como lo había hecho la primera vez, y noté que el proceso de transformación había sido en las dos direcciones.
Este camino de escritura y de traducción fue esclarecedor. Al final entendí que no necesitaba escribir cuentos a la manera de Borges, que con él solo querría llegar a tener en común el firmar mis propios prólogos y que a la fecha solo tenía en común el nombre de un personaje: Rosendo. Desistí finalmente de evocar a García Márquez buscándole una trampa al nombre de Doce cuentos peregrinos y me limité a entender que, como él, yo solo escribía lo que me contaban, y que aunque la imaginación sea inagotable, la tradición oral como fuente de la creación es más que un mito, como el Popol Vuh. Al igual Cortázar creí imposible obviar que en la literatura hay tanto de juego como de compromiso, de modo que asumo la responsabilidad de haber abusado de algunos procedimientos que postren ciertos fragmentos en el fango del sentimentalismo, espero que puedan ser leídos también como una caricatura de mi propia nostalgia. Mis derechos son, en la misma medida que los de mi mamá, de traducción y de autoría. El nombre que elegimos es para mí más que una herencia, ya que en un par de momentos de absoluta oscuridad, concluir este proyecto fue la única fuerza y la verdadera razón para poder encararla. Este es un libro que mi mamá necesitaba ver publicado, por eso me ayudó a darlo a luz, con paciencia, por eso y por todo lo demás, mi infinita gratitud a ella. Mi papá siempre estuvo ahí para recordarme que no podía seguir aplazando la realización de este sueño, de no ser por su exigencia probablemente seguiría divagando.
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Un principio organizador llamado escritura; y como en la literatura todo es válido, entonces es más bien un principio desorganizador. Me lanzo por un tobogán, en la fase terminal de mi debut, tengo casi tanto miedo, o tal vez más, que al principio. Veo hacia abajo y hay algunas personas —¿me lanzo o no me lanzo? —. Alguien deme una cachetada, un puño, necesito reaccionar pero, por lo que más quieran, no me empujen. Tengo pánico, recuerdo que abajo hay muchísimas cosas por hacer, que ya he vivido experiencias similares, —¿qué hacer? —…"Lo que ya he hecho antes", pero no puedo recordar qué he hecho antes. Todo mi ser está absolutamente dominado por la emoción, por las emociones, que se disputan entre ellas por reinar en mis músculos, en mis venas, en mis huesos, en los sesenta y pico kilogramos y uno con casi setenta de corporalidad, en mis tres décadas de recuerdos, en el eterno día de mi nacimiento y de mi muerte. Respiro, recuerdo que debo respirar, recuerdo que alguien hace poco me dijo que era "el ciclo infinito, que nunca termina". Recuerdo que me pregunté qué tan desconectada de la vida habría que estar para pausar, involuntaria, inevitable, anti intuitivamente la respiración. ¿De qué está hecha mi escritura? De algo gaseoso, pues bueno, el oxígeno es gaseoso y sin él no estaríamos acá. La realidad habla por sí misma, las historias están hechas de estrellas, como las constelaciones. Yo vendría siendo la astrónoma —¿la astróloga? — que sólo une algunos puntos y en ese trazo, tal vez discontinuo, está parte de mi alma, de mi vida, mi deseo profundo de no fijar nada, de salir corriendo todo el tiempo, mis inexplicables ganas de llorar, de reír, la necesidad de volver a cantar, cada vez con más fuerza; y de callarme, cada vez más por más tiempo. Como una torpe persecución en la autopista norte, una tarde cálida y en silencio del Tequendama, un enero tan seco y tan fértil como el llano, muchas causas justas arengando en la Jiménez antes de ser desintegradas en la plaza de Bolívar, un relicario interminable de luces que se enfilan hacia el norte y hacia el sur sobre la NQS; como todo junto, o tal vez solo reunido, está este pedazo de realidad, esta parcela del tiempo.
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Prólogo de Esperanzas: Historias de María, ficciones de Laura (El Taller Blanco Ediciones, Colección Comarca Mínima, 2021)