Homenaje a la estrella de Elisa Lerner
Eugenio Montejo

La escritura de Elisa Lerner parece estar guiada por un ojo que, sin distraerse propiamente de ver, se muestra destinado sobre todo a oír. Tal vez sea por esto que las palabras, además de sus significados, trasmiten la impresión de haber sido elegidas por su misterio acústico, por la forma como mejor se adaptan al tempo que gobierna cada párrafo. De los reconocidos dones de su escritura, por cierto una de las más personalizadas y singulares con que cuentan nuestras letras, el distingo que más a menudo sobresale es el de su habilidad para armonizar las frases, el modo de afortunado acompasamiento mediante el cual se van nombrando las cosas. Recuerdo que una vez le escuché decir a Elisa que a sus padres, un matrimonio de origen hebreo llegado a Venezuela proveniente de la Europa central, la variante de nuestro castellano vino a proporcionarles un ámbito privilegiadamente neutro para comunicarse a diario, una suerte de idioma casero y acogedor al cual pronto se aclimataron con agrado. El caso es que Elisa, sin desoír las otras lenguas familiares que preservan la memoria de sus mayores, supo identificar desde niña en esa lengua de la tierra que la vio nacer algo más que un medio de comunicación, algo para ella tan esencial que es parte de su destino literario y de su vida. En correspondencia con tal empeño, el hábito de un esmero minucioso vigila cada una de sus páginas, sin dejar de echar mano oportunamente a la ironía, la metáfora impredecible, el guiño de la ternura, así como al humor y el ingenio más finos, todo ello, como ya he dicho, armonizado por el dominio de un ojo que ha aprendido atentamente a oír.
Quisiera precisar, sin embargo, de qué clase de esmero estamos hablando cuando nos referimos a los textos de Elisa. No se trata de que ella procure a todo trance la sorpresa del giro rebuscado ni la fioritura verbal a que suele reducirse para algunos el menester de un estilo. Elisa no desatiende las pausas de su propia respiración, ni cede un ápice a tonos y procedimientos ajenos. Tampoco anda a la caza de una pauta específicamente original, aunque ella sea una autora impar en muchos sentidos. Pero así mismo no hay duda de que, como escritora, la noción de responsabilidad se concreta para ella en la exigencia con que asume el desempeño de su oficio. Una exigencia que le impide sacrificar algo de sí para rendirle tributo al actual apogeo de la prisa, al sentido de velocidad que prevalece en nuestra época, y en toda ocasión la secunda al hablar o escribir con pleno adueñamiento de su tiempo. Tal actitud representa a fin de cuentas una propuesta moral que nos llama a detenernos en la palabra como en un indispensable mandamiento. Sobre su acierto en la elección de los vocablos, como sobre la naturalidad que encuentra apoyo en un ritmo pausado, ya Atanasio Alegre ha escrito anteriormente con penetrante encomio: «Si fuera música no habría necesidad de cambiar el compás, porque todo es una limpia línea melódica que no requiere ni de trucos ni de latiguillos para lograr la armonía». «Si fuera música», anotó Alegre en su ensayo. No por casualidad he recordado sus palabras al leer estos nuevos relatos con que Elisa Lerner prolonga esta vez su admirable contribución a nuestra literatura. La verdad es que al leerlos he sentido como si una vaga música fuese acompañando mi lectura. A lo lejos, desde la penumbra, no sé cuál instrumento va ritmando los hechos y las acciones descritas en estas tres narraciones. Confieso que no he logrado saber, pese a mi intento, de qué música exactamente se trata. No resulta fácil indagarlo pues sólo se percibe a lo lejos, detrás de las palabras, y cesa al instante en que suspendemos la lectura. El presente volumen lo integran, pues, tres relatos con música de fondo.
En el primero de éstos, «Las amigas de papá», el atareado recorrido sabatino de padre e hija para visitar los distintos negocios que regentan las amorosas amigas del padre, impone desde el principio un ritmo circular, el mismo del paseo por el acogedor barrio donde habitan, al tiempo que se despliega ante los ojos cómplices de la muchacha una sutil enseñanza amorosa de la que algún día, cuando la ocasión llegue para ella, habrá de servirse. No son muchas las piezas de nuestra literatura que puedan equipararse a esta afortunada veintena de folios. El argumento, como ocurre siempre en los relatos de Elisa, es más bien escueto y se reduce a lo indispensable. Lo que en definitiva importa es dejar que las palabras hagan su trabajo a la hora de contarnos las situaciones. Por lo demás, los hechos que el relato refiere valiéndose de un ritmo demorado, reproducen el fruto de ajetreados momentos en que forzosamente se disponía de un tiempo breve y furtivo: «La vida era una prisa. Para amarse había que correr como los andarines de los estadios. Ellas y papá contaban con esas pocas horas a la semana para poner en calor las chimeneas del azar, para encender los leños de ternura fogosa de un árbol no demasiado corpulento y duradero». Precisión y finura, leves trazos de humor y una indecisa nostalgia recorren las líneas de este relato digno de una exigente antología del género.
«Con viola al fondo del ojo», un relato con acorde detrás de los párpados, ofrece otra lograda muestra de la destreza narrativa de Elisa. Una operación de los ojos en una clínica de Miami proporciona a la protagonista el punto de partida para la evocación de su experiencia. Y la evocación, que constituye el cuerpo mismo del relato, no sólo se ordena de acuerdo con las pautas musicales ya referidas, sino que, como recalcando sin proponérselo el puesto que la música ocupa en estas narraciones, se vale también de imágenes musicales concretas: «El ojo derecho tiene sonoridades amplias y tormentosas de viola. El ojo izquierdo, sonoridades (visiones) tenues y precisas de violín». Algunos párrafos más adelante el cirujano ocular parece encontrarse provisto de «una batuta discretísima», de la cual supuestamente debe servirse para dirigir los distintos acordes de uno y otro ojo.
El cierre de esta memorable trilogía corresponde a «Homenaje a la estrella», la enajenada relación de una asidua lectora de revistas sentimentales, cuya vida ha tenido por principal referente de su mundo afectivo a una triunfante actriz de muy voltaria y festejada condición amorosa, su secreta y coetánea heroína durante décadas. De nuevo una trama por demás sencilla, las peripecias de una vida vicaria alimentada por los reportajes que sobre su ídolo semana a semana adquiere en un quiosco cercano, pone en movimiento el despliegue de un idioma suntuoso, en todo instante dueño de su tema: «El día que los rombos de seducción, que se acumulan en tus trajes de seda, no vuelvan a reproducirse en las revistas de susurrante chismorreo (¡Oh guantes de ante, Oh guantes de antes!), seguramente será mucho peor que la fecha en que decidí mi separación del ingeniero hidráulico. Comenzará el declive: la helada socarronería de la vejez. Los huesos convertidos en cáscaras de huevo. El cuerpo adentrándose como un buque sin sosiego en las aguas del tiempo». La predecible sintaxis de los reportajes almibarados que divulgan las noticias de las divas, encuentra su contrapartida en esta otra escritura, pulcra y premeditada, mediante la cual la modesta protagonista, puntual frecuentadora de los quiscos de publicaciones, se convierte a los ojos del lector, y gracias al empleo de la primera persona, en la verdadera estrella del relato.
Pero tal vez el énfasis aquí insinuado acerca de sus méritos estilísticos, sugiera la imagen de una escritora desentendida de otra preocupación que no sea la de su propio quehacer literario. Es verdad que nada se ha mencionado de la singularidad de su teatro ni tampoco de sus crónicas, un género al que ha sumado páginas tan agudas como portentosas. Así y todo, conviene añadir que el arte verbal de Elisa Lerner arraiga en una honda preocupación por la realidad venezolana, la de hoy como la de ayer, y a ello contribuye sin duda su firme devoción a la memoria –como ha observado José Balza–, su recurrente interrogación cerca del apego, así como de la actitud opuesta, representada por esa inclinación tan nuestra al desapego, a deshacernos con facilidad de formas, valores y cosas para reemprenderlo todo a cada instante. Tales inquietudes proporcionan la materia de muchas de sus crónicas, llevándola a descubrir, para decirlo con las palabras de Ramón J. Velásquez, «ángulos inéditos e insólitos de la vida venezolana, vistos con los ojos milenarios de su raza».
No, no parte de la nada una escritura que abreva en tan inquietantes realidades. Los aciertos de estilo, los hallazgos metafóricos y adjetivales, así como el despliegue sutil de la ironía dependen de una raíz bien aferrada a la historia de esta tierra. Y toda raíz, si hemos de creer al poeta rumano Lucian Blaga, comparada con la planta o con el fruto, tiene un aspecto demoníaco. En su presencia se siente que es el órgano del esfuerzo por excelencia, dice el poeta. Es la raíz la que lucha en secreto con las sustancias a la hora de sorber y eliminar para que se produzca la formación de la savia. Así, pues, con nuestros raigales e indóciles demonios, con la oscura parte demoníaca de nuestra historia ha debido de luchar Elisa Lerner, como precisa hacerlo todo cabal artista en nuestro medio, para vestirlas literariamente con la música y las palabras que le reconocemos. La gracia armoniosa de sus relatos proviene de esa secreta fuente.
Sin prodigarse en una obra demasiado copiosa, Elisa se acredita muchas páginas que ya resultan imprescindibles en nuestra literatura. En cuanto a los tres relatos que el lector tiene ahora en sus manos, no quisiera concluir estas palabras adelantando pareceres demasiado rotundos que esgriman la descortesía del superlativo. Me atrevo a afirmar, en todo caso, porque tal convencimiento me dicta estas palabras, que si Elisa Lerner sólo hubiese publicado el tríptico que conforma este liviano volumen, bastaría para que su nombre se hiciera merecidamente inolvidable.
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Prólogo de Homenaje a la estrella, de Elisa Lerner (El Taller Blanco Ediciones, Colección Comarca Mínima, 2019)