La dicha de lo inacabado de Carlos Vicéns 

05.02.2025

Francisco José Ramos 

Carlos Vicéns (San Juan, Puerto Rico, 1982).   Escritor, músico y profesor
Carlos Vicéns (San Juan, Puerto Rico, 1982). Escritor, músico y profesor


La poesía no necesita justificación ni explicación. Por esa razón, las palabras que siguen no pretenden ser más que un ejercicio de elucidación de los poemas de este muy singular libro titulado La dicha de lo inacabado. Respondo así a la gentil invitación del autor y al reconocimiento que merece su obra. Al mismo tiempo agradezco la oportunidad para ampliar la meditación en torno a la experiencia artística y el lenguaje poético que llevo a cabo desde hace ya varias décadas*. Tres anteriores publicaciones del poeta recogen, bajo el mismo título, Raíz de la ausencia (2009, 2013, 2015), su obra. El presente libro incluye poemas ahí publicados y se amplía con otros que forman parte, a su vez, de una colección aún mayor. Esa es quizá la razón de que el autor haya decidido intitular como Antología esta nueva recolección suya.

Propongo hacer una lectura teniendo en cuenta el tiempo propio del poema, o de la escritura poética, que podría denominarse el presente indefinido. Obviamente este tiempo no aparece en las ricas conjugaciones verbales de nuestra lengua. Aún así pienso que es fecundo aludir desde el presente indefinido a la idea de lo inacabado, tal como se expone en el epígrafe de Birgitta Trotzig: Lo inacabado es el sentido de todo. Otros dos epígrafes, de José Hierro y Juan Ramón Jiménez, respectivamente, apuntan en esta misma dirección: Nombro: puente del presente al pretérito; quedó el presente / mirando su huida, siempre.

El tiempo de un poema es inseparable del momento de su lectura. La lectura exige el más alto grado de recogimiento y atención. Leer es recoger la acción de las palabras en el momento de su desprendimiento, así como que se acoge con las manos los pétalos de una flor. En la lengua japonesa hay una expresión que designa esa experiencia de la lectura, tan escasa hoy en día: kotoba, el pétalo en flor con la mente asentada en el corazón: kokoro. El poema es un cuerpo amoroso que florece desde una memoria ancestral. Ella es la memoria evocada por Homero al comienzo de la Ilíada y que lleva el nombre de Mnemosyne, la diosa Memoria, madre de las Musas. Por otra parte, la poesía que engendra un poema es el hálito vital del pensamiento (pneuma, ruach, רוח) que también pone en juego la memoria erótica de una lengua: la memoria no calla lo que ha conocido; se abren así los umbrales de Eros, por cuyas fauces se abisma nuestro amor, el enigmático amor que brota desconocido, tan indefinido como el tiempo del poema:

Cómo definir, tan sólo con el pulso, la palabra

indecible que se esconde en tu sombra;

qué golpe de lengua podrá revelar el camino más justo,

que lleve tu hambre a la lumbre, la llama a tu espera.

Esa voz es distancia de ti,

ser tuyo hasta no ser: abismo y destierra.

El crisol metafórico que son las palabras se condensa en la tarea propia de la poesía. La soledad y el silencio son las cualidades por excelencia que responden a lo que Paul Valèry llama el imperativo poético. Este imperativo consiste, a mi entender, en dar forma a lo que no tiene forma y animar, desde el silencio y la soledad, el vuelo de la más íntima compañía. Al inicio del poemario se lee: reconocer / que aún no conozco toda la soledad / La soledad destierras de tu suelo…; y al final se recogen estas palabras: La soledad es también como el amor y la belleza. De esa manera el poeta parece hacerse eco de estos versos memorables de Luis Palés Matos: «¡Oh soledad, que a fuerza de andar sola / se siente de sí misma compañera!»

Desde ese descubrimiento, se lleva a cabo una honda reflexión en torno a las estancias del presente: el momento, el instante, el ahora. Desde ahí se lanza un grave desafío al dios del Tiempo: A qué miserable Cronos le pertenece esta cuenta de ausencias, este banco de soledades inalterables. /Tu silencio es más que un silencio. No escondas ahí la herida.

Esa herida es decisiva. Se trata de una herida crónica que no puede esconderse del «silencio que es más que silencio», porque el dios del Tiempo es más que tiempo, como nos recuerda Píndaro con estos versos: «Lo que ha sucedido, / justa o injustamente /, ni el padre Tiempo puede hacer que no haya sucedido.» La herida invocada es, entre otras cosas, la desgarradura de la propia condición humana en tanto que animal hablante, erótico y mortal. El cuerpo humano es una convulsión libidinal envuelta en la enredadera del lenguaje. De ahí nace el momento de la poesía.

Un poema digno de ese nombre es la realización de la íntima pulcritud de la poesía que abarca toda forma de expresión y experiencia artística. Esto implica llevar a cabo el traspaso crónico del tiempo para instaurarse en el aeón de los tiempos, en el tiempo sin principio ni fin, en la desmedida de lo real. Desde ahí, la forma del poema se abre al vacío que es también su plenitud: Lo que pulsa se exime de suspenso. Cada intento de captar tu forma desemboca en vacío. Con lo cual:

No buscar desemboca en la plenitud del vacío,

en dos espejos que desvanecen al tocarse,

en la certeza del destierro, en llegar a estar aquí.

Más allá del poeta que pregunta, el poema no puede menos que preguntarse:

Cómo conjugar el verbo de la historia,

cómo transportar al mundo la imagen

de un solo sueño, olvidado por el día;

si la voz fuera un puente a otro presente

y desborrara el mapa de los instantes,

pulsara la forma exacta del momento

y se extendiera hasta lo indecible,

alcanzaría lo inalcanzable,

pero qué tiempo con la palabra llega al tiempo,

o qué palabra con el tiempo llega a la palabra:

cómo regresar tanta vida a la vida,

huyendo, sucediendo, exiliando el futuro

del recuerdo.

La acción de las palabras acoge el vacío del mundo. Los signos, la disposición gráfica, los silencios musicales son delicados y puntales. Se perfila así un designio inagotable en medio de la fugacidad. Esto es algo que el arte musical constata sponta sua, desde su propia fuente, y que Carlos Vicéns bien conoce como pianista que también es. Espacio y tiempo se funden en el destello de las imágenes. El poema piensa, la inteligencia se conmueve: Por eso, te dije «tanto ha pasado». / Y es que el pasado está ocurriendo mientras /se anhela la luz al final de este laberinto abismal / que se llama y es llama: luz que desemboca en luz. El cuerpo amoroso del poema invoca la eternidad, entendida como la confirmación del tiempo, y no como su negación. Esta eternidad es la «incesante temporalidad» que nombra José Lezama Lima; y «la inocencia del devenir» (Unschuld des Werdens) que nos enseña Nietzsche en su Zaratustra.

La incesante temporalidad, la inocencia del devenir son las efímeras eternidades de las que emana la soledad. La soledad no es aislamiento, ni un vicio pequeño burgués. La soledad es el tiempo de estar consigo mismo, y con ese otro que cada uno llega a ser en virtud de la potencia alienadora – a no confundir con alienante –del lenguaje. Recordemos la célebre frase de Rimbaud, Je est un autre: «Yo es un otro». Un yo que, al nombrarse en tercera persona, sale de la elocución, abdica de su identidad personal y se corona, precisamente, vaciándose de sí, como se hace manifiesto en estos versos de Ricardo Reis, uno de los extraños, y entrañables, heterónimos de Fernando Pessoa: «Coge las flores pero suéltalas, / De las manos apenas las miraste. / Siéntate al sol. Abdica / Y se rey de ti mismo.»

El trayecto de La dicha de lo inacabado saca a relucir la «experiencia-límite» de la escritura, al decir de Maurice Blanchot. Dicho trayecto se expone, de una parte, al límite de lo insondable y, de otra, a los confines de lo ilimitado. El guion (-), lejos de separar o dividir, indica el tránsito, el pasaje, la transición pues, como dice el poeta, lo incompleto es lo que transita. Esta afirmación se expande, como la instancia de un acordeón, a la prosa, para recogerse de nuevo en el verso, sin abandonar nunca la poesía: Será que… lo que eres, a ti retorna.

En un poema lo interior está afuera, en la intemperie de las palabras. Esto es así porque la escritura puede concebirse como la ejecución de la primera persona en singular y del artificio de la identidad personal. La palabra ejecución expresa una anfibología, pues contiene un doble aspecto: la acción que se lleva a cabo y aquello que se liquida. En este sentido, se puede afirmar que la acción de la palabra poética abre paso a la recuperación de la función primordial del lenguaje que es justamente crear. Hay que tener en cuenta que poiésis significa producción, creación, pero también acción. La obliteración del yo en la escritura es la condición necesaria, aunque no suficiente, para el acto poético. Es necesario además llevar hasta sus últimas consecuencias dicha recuperación, pues ella consiste en transformar las cualidades afectivas de la experiencia en una conquista inesperada. Sin esa metamorfosis, no hay más que la intención de los «buenos sentimientos» con los que se hace, precisamente, «la mala literatura», como bien advirtiera alguna vez André Gide: «C'est avec des bonne sentiments qu'on fait de la mauvaise littérature.»

El yo poético no es empírico ni metafísico. Es figurativo porque responde a la configuración del gesto agónico de la escritura. Nace así el poema con los efectos de ficción que son también la condición de posibilidad de la verdad. Esta fictum es precisamente la escenografía que pone a prueba el talante y la fuerza de las palabras. Lo más próximo a esa figura es la actuación teatral. Una genuina actuación es una poíesis, una creación, y no una mera representación o interpretación de un personaje, nos dice Andrei Tarkowsky en su libro Esculpir en el tiempo. Y así es: El despliegue dramático es un desempeño poético del actor o de la actriz. En el poema, la acción de las palabras genera el destello, fugaz pero indeleble, de sus imágenes.

El trayecto metafórico del lenguaje remite al metabolismo del devenir y, con ello a la experiencia de lo real. Sin esa experiencia no hay poema, no hay poesía. En este sentido, las referencias autobiográficas son di/simulaciones que fraguan la irrupción de lo inaudito. No otra cosa es la belleza. La belleza es un acaecer de lo real, no un calificativo o un atributo de la realidad. La realización de un poema deja intacto el horizonte de la significación que conduce a leer y, con ello, a recoger, una y otra vez, el hermoso fruto de un desprendimiento. Se crea así el sentido de un decir que se atiene al pulso enigmático de lo que se calla. Los pronombres personales son, desde esta perspectiva, la ocasión gramatical para que impere el aura proverbial y premonitoria de la poesía: «Yo nací un día / que Dios estuvo enfermo, / grave. // Me moriré en París, con aguacero / un día del cual / tengo ya el recuerdo.» El día en que se nace y el día en que se muere desbordan por completo el nacimiento y la muerte del poeta César Vallejo, que está naciendo y muriendo todavía, en el regazo momentáneo del poema.

Hay que insistir que se escribe siempre desde el legado de una lengua. Por esta razón, más importante que la categoría de una literatura nacional, es la experiencia poética de una lengua que como el español o castellano cuenta con la riqueza de una extraordinaria diversidad. Como bien ha dicho Octavio Paz, «la literatura es más amplia que las fronteras». Más aun en el caso del poema, pues su escritura es un desafío que cuestiona radicalmente lo que se nos impone como realidad. Por esta razón vale afirmar que el tiempo propio del poema se realiza, como dice un magnífico verso del poemario, golpeando la puerta equívoca de lo imposible, que sólo se atiene al fondo sin fondo de lo real. En este sentido, no hay nada más realistaque un poema o una obra de arte.

La poesía es lo expresable de su propia dicha que no es más ni menos que lo dicho a tono con la fuerza de la palabra y el vigor del pensamiento. Dado que la poesía no se agota en el poema, un poema no cesa de evocar esa práctica de lo infinito que es la poesía. «Lo infinito existe», afirma Hegel en el primer libro de la Ciencia de la lógica. Sin embargo, habría que decir con mayor precisión: hay lo infinito, para no reducir lo infinito a un adjetivo de lo existente, y elevarlo al rango impersonal de lo que realmente hay.[1] La poesía permite demostrar que si bien, como sostiene Hegel, todo lo racional es real, no todo lo real es 'racional', ni tampoco 'irracional'. Lo real sobrepasa la media humana de las cosas y, por lo tanto, lo que se impone como realidad.

Lo real desborda toda condición, sea humana, no humana o divina, y se confirma en lo infinito que se realiza por todas partes, momento a momento, sin que haya en su realización una entidad, un ser, un sujeto o una substancia que se contenga a sí misma. Desde esta perspectiva – que es ontológica, aunque no metafísica –, el arte en general y la escritura poética en particular es una práctica de lo infinito. Y puesto que no hay manera de concebir lo infinito sin el sentido de los límites, en esa práctica se asoman los bordes de un desbordamiento que vuelve, necesariamente, a los contornos de la forma. La dicha de lo inacabado es un digno recordatorio de esa verdad elemental, tan ignorada, por razones obvias, en esta época que se regodea con la exaltación planetaria de su propia inmundicia. Basta un poema para no perder de vista que la vida es inconcebible sin la poesía, como si se estuviese siempre en camino de leer un poema, mucho antes de haber sido escrito:

Como una Casandra desmentida, ya sabías.

Tu augurio se ha hecho

la prolongación de esta misma búsqueda.

Aquella noche me dijiste

«después vas a extrañar este momento».

Ya sabías este ardor en silencio, este adiós

insoportable que se niega a ser pronunciado.

Por tus ojos, ya podías verme morando

sin rumbo las ruinas de una antigua Grecia,

casi como si ya hubieras leído este poema

mucho antes de haberse escrito.


San Juan de Puerto Rico, agosto de 2020


* Consúltese al respecto, entre otras referencias, los volúmenes I y II de la Estética del pensamiento: El drama de la escritura filosófica (Madrid: Fundamentos, 1998/2019), La danza en el laberinto. Meditación sobre el arte y la acción humana (Madrid: Fundamentos, 2003) y La significación del lenguaje poético (Madrid: Antígona, 2012).

[1] Sigo aquí una sugerencia del gran matemático Bernard Bolzano en su libro póstumo «Las paradojas de lo infinito» (Paradoxen der Unendliches, 1859). 


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Prólogo de La dicha de lo inacabado (El Taller Blanco Ediciones, Colección Voz Aislada, 2020)