La discípula y sus maestras
Fátima Frutos

Cuando el 21 de diciembre de 1879 Ibsen publica Casa de muñecas se atreve solo a intuir la repercusión de la vida de Nora Helmer, que pasó de ser un personaje paradigmático a todo un emblema cultural y feminista. Más adelante, cuando la obra se había representado cientos de veces, aparecieron las certezas sobre el grado de simbología liberadora que albergaba el texto dramático del noruego.
Comienzo esta columnata de influencias para formar un vestíbulo que dé acceso a este grandísimo poemario de Casandra Indriago haciendo referencia a la obra más conocida de Ibsen, porque Huesos de niña detenta también ese regusto de genialidad, propio de los textos que brotan de lo auténtico, del compromiso feminista y de la verdad.
No es casualidad que Casandra presente en primer término el influjo beneficioso de Yolanda Pantin, pues esta autora venezolana, que comparte patria con Indriago, cuenta con una extensa obra donde incursiona en el ensayo, la poesía y el teatro, disciplinas admiradas por nuestra poeta.
Si acudimos a los primeros versos que inauguran el poemario -gracias por tu nombre/ por despedirte en ese sueño/ tu última/ intervención silenciosa- nos topamos con una declaración de intenciones que viene a corroborar ese hilo invisible que enlaza a una y a otra. Atiéndase a los versos de Pantin en cuando era niña/ dibujaba/ por placer/ y no dormía/ hasta pintar/ lo que pensaba, porque quizás sean estas palabras la clave de ese vínculo Pantin-Indriago y de su creatividad, mezcla de poética y dramaturgia. Y es que desde Aristóteles tragedia y epopeya, comedia y poesía se agrupan en la reflexión en torno al hondo quehacer literario y eso ha venido a asentarse en autoras como ellas.
Otra columna de esta antesala se erige sobre la rica variedad de recursos poéticos (paralelismos, anáforas, retruécanos) que pone en marcha Casandra para proveernos de un ritmo y de un estilo a la hora de leer su texto que, como buena discípula, le llega del fervor por otra maestra sobre la que medita mientras escribe: Chantal Maillard. Que soy todo abandono lejanía/ que me dedico a separar cenizas/ que me ahogo si repito paisajes/ que de tanto irme ya no veo los espejos. Indriago conversa con los hitos que Maillard o Quignard nos dejaron aposentados tras las mareas, en obras como Las sombras errantes o Conjuros.
Capítulo especial merece la cariátide que se aviene a sustentar el Erecteón de Indriago en Huesos de niña, la parte más abisal y arriesgada, donde una creciente marejada (una mujer que mira la playa/ onda que hace derramar el mar) proveniente de Ingeborg Bachmann y su poesía se despliega sobre la arena poética mostrando versos fulgurantes; a saber, te supe desde siempre/ sin ojos/ me meciste en la cuna/ inerte/ susurras viento helado/ cada noche. En Niños de Julio, uno de los poemas más analizados de Ingeborg Bachmann, se muestra como la madre rescatadora y justiciera -Por nuestros propios medios/ nonatos, / mis niños de julio, las/ monstruosidades/ que se mueven con el pie mutilado- y si seguimos a Casandra Indriago en esa estela heredada de sus maestras nos encontramos con este ramillete salvífico, igualmente conmovedor, de: cómo amar/ la puerta condenada/ que abre al muro/ el bracito suelto de la muñeca.
Una vez que hemos penetrado en el atrio, habiendo hallado a las maestras insignes y a su discípula Casandra, atravesamos el templo con las palabras esenciales y el fuego que porta la hija de Hécuba y Príamo, reyes de Troya. Es entonces cuando nos atreveremos a buscar dos nombres más: Ana María Martínez Sagi y Ángela Figuera Aymerich. Mujeres que sembraron la poesía de sabia simiente y que nos vienen a la mente al leer Huesos de niña.
Ana María Martínez Sagi ostenta esa extraña virtud de las silenciadas que desbordaron talento, a través de un dinamismo que la llevó a destacar en deporte, poesía, periodismo y activismo social. Sus versos rezuman esa valentía de las incomprendidas -Te prolongas en mí/ penetrando furtiva/ mis silencios de yedra-. Si colocamos en paralelo versos de nuestra Casandra -te disfrazas/ de mañanas horizontales/ o de descuido/ en la alegría- con los ya mencionados de Martínez Sagi se corrobora ese impulso enternecedor de las osadas, de las llamadas a vislumbrar la tenacidad de la voz poética.
Del mismo modo, Ángela Figuera Aymerich, con su desgarro de madre y mujer durante la posguerra, que repiquetea su intimismo en una poesía fructífera y culturalista, pudiera revelar con sus salmos semejanzas que nos trasportan hasta Indriago, en un afán por envolver a nuestra escritora venezolana de más túnicas maestras.
Despido ya estas líneas con versos de Figuera, como quien admira en el escenario del Palacio de Tebas una Antígona dispuesta a salir de la caverna y honrar el respaldo moral que tiene la búsqueda de la libertad. Dice Figuera Aymerich Una mujer corría./ Jadeaba y corría./ Tropezaba y corría./ Con un miedo macizo/ debajo de las cejas/ y un niño entre los/ brazos.
Esa búsqueda de la libertad que demostraron todas estas mujeres es el caudal incipiente y preciso por el que navega la discípula Indriago. Una de las nuestras.
Fuengirola, España,
1 de agosto de 2024.
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Prólogo de Huesos de niña (El Taller Blanco Ediciones, Colección Voz Aislada, 2024)