La luz fugitiva del tacto
Adalber Salas Hernández

Quizás el sentido más contundente sea el del tacto. Los otros sentidos se encuentran o un poco más allá o un poco más acá. El oído, el olfato, la vista perciben objetos y fenómenos distantes, registran sucesos que ocurren más allá de nosotros. Algo que vemos, escuchamos u olemos está acaeciendo en otra orilla de la existencia, más allá de la costa de nuestra piel. Por otra parte, el gusto sucede tierra adentro: el sabor percibido se encuentra ya en nuestra boca, en el interior del cuerpo. Las papilas gustativas recubren un músculo inquieto, permanentemente sonrosado, hipersensible, que habita la gruta del rostro. El gusto es el sentido de lo cavernoso, de lo interno.
No así el tacto. Este es el sentido de lo fronterizo, situado a medio camino entre lo acontecimientos externos y las oscuridades intestinas. Todo lo percibido por él se encuentra ya sobre el cuerpo, en contacto directo, inmediato e inapelable –pero no todavía adentro del cuerpo. La contundencia del tacto radica en su permanente encuentro con el mundo, sin mediación. Los dominios del tacto son regiones de colisión.
La poética de Marta Jazmín García consigue la singular proeza de hallarse en ese lugar. Se sitúa en un espacio liminar, a medio camino entre lo real y el ámbito de la lengua. Allí echa raíces, en esa tierra difícil pero fértil, como ella misma declara en No sé otra forma de decir, poema perteneciente al libro Luz fugitiva:
Sé muy bien que la realidad sucede
primero que sus nombres.
y que antes de la formación del mundo
ya habitaban los miedos
en la boca.
Así en su forma real
de letras no concebidas.
En sus cuerpos sin inventar
fríos
estampados
peludos
cóncavos
gravitantes.
El lenguaje siempre ha sido eso:
una procesión de animales peligrosos
que no nos atrevemos
morder.
Los miedos de los que habla este poema parecieran constituir una suerte de manada anónima, una jauría de criaturas sin bautizar –es decir, sin inventar, sin haber recibido la cobertura de un nombre. El poema entero, más allá del pasaje que aquí cito, explora la ambigüedad entre lo dicho y la inmensa zona de lo que resta indecible, fuera de los predios del lenguaje. La realidad y las palabras en tensión constante, en este caso incluso atemorizada, en la que las formas de lo real desfilan como procesión de animales peligrosos siempre un poco más allá de las sílabas, de su alcance domesticador.
Esta es la comarca indeterminada que acomete esta poética. Pero no para domarla –lo cual sería una tarea inútil–, sino para ahondar en esa grieta, en esa falla que atraviesa todo intento de habla. Marta Jazmín García hace de sus poemas una misma membrana tendida entre el mundo y las frases que procuran decirlo:
Me vuelvo sílaba
de lo innombrable.
Pero tú llamas.
Y así,
fuego y palabra
se enroscan de luz
en una misma serpiente.
Este poema, precisamente titulado Digo la sombra, también incluido en el libro Luz fugitiva, coloca a la hablante en el lugar intermedio entre el fuego y la palabra que se enrosca a él como la sombra del título. Podría decirse que se trata de un ars poetica: quien dice, dice sombra, y cada palabra termina por habitar el lugar sinuoso, serpenteante, que no pertenece por completo ni al dominio de lo real ni al dominio de lo verbal.
En la lengua habita todo lo que aún no existe. Incluso lo que, quizás, nunca llegue a existir. Por otra parte, en eso que llamamos mundo real, en el reino de los objetos y los acontecimientos, no hay potencias: todo es de antemano hecho. Pero el poema es la piel entre uno y otro: la piel de lo posible. Así se hace patente en Las cosas que no sucederán, poema que encontramos en el libro El sitio del relámpago:
Las cosas que no sucederán
también ocupan
su lugar en el mundo.
Nacer o no ser.
La ruta de la inmortalidad
siempre es dúctil
y a veces construye
dos templos iguales.
De todo cuanto existe
hay una faz y un reverso
Urdimbre silenciosa de
lo deseos perdidos.
Es cierto que existimos
rondando eternidades.
Dos templos iguales: la realidad y el andamiaje simbólico que la refleja, enfrentados inquietamente, transformándose al unísono. La faz y el reverso de lo que existe: el universo de las cosas que percibimos duramente, por un lado, y su lado opuesto, conformado por esa urdimbre silenciosa de / los deseos perdidos –¿y qué es la lengua, si no el hábitat natural del deseo?
Entre el nacer y el no ser, el imparable tráfico de las cosas que empiezan a existir o que dejan de existir o que todavía moran en el recinto de la posibilidad. Todas ocupando, a su modo, un lugar en el mundo. Un mundo que, como dice el poema Último día,
siempre ha existido
por una palabra
–en la medida en que lo real y los vocablos que lo nombran son, al menos para nosotros, animales parlantes, indisociables. Así que sería justo decir también: la palabra que siempre ha existido para el mundo. Si seguimos con atención los presupuestos que sostienen la poética de Marta Jazmín García, toparemos con esta suerte de fructífera circularidad, esta incandescente dependencia mutua entre la lengua y los objetos a los que ésta alude.
Sin embargo, sería injusto dar la impresión de que en esta poética se privilegia desmedidamente la abstracción. Antes bien, esta obra conjuga singularmente su aspecto reflexivo con una sensualidad afilada. Es así como consigue ocupar ese lugar de epidermis precisa. No se agota meditando sobre la fractura entre la representación simbólica y su objeto, sino que encarna esa distancia, la pone en práctica en la textura misma de sus versos –líneas que a veces se vuelven perfectamente asibles, como sucede en el poema Lecciones de lectura, del libro Antimateria:
La primera vez
que me enamoré de una palabra
tenía menos de cuatro años.
"Arista", leí con dificultad
porque apenas aprendía con mi hermana.
A esa edad, el mundo ya me parecía
muy extraño.
Fueron los colores en la tapa del disco
o el nombre de una compañía
de música.
Lo anecdótico de este pasaje no es casual: el relato resuena en cada uno de nosotros, como lectores. Si hemos llegado a esta obra, es porque amamos la poesía. Y si amamos la poesía, es porque en algún momento nos hemos dejado fascinar por la materia simple y fulgurante de una palabra. Un enamoramiento en toda regla, tal como lo llama el poema. Arista, tres sílabas arduamente conquistadas que dan entrada a la honda extrañeza del mundo. Ahí se encuentra ya la intuición que luego, años más tarde, desembocará en poemas. El ingreso a una lógica particular, a un vaivén entre lo dicho y lo experimentado que no dejará de rendir frutos. En la poética de Marta Jazmín García, el poema piensa lúcidamente el espacio entre el habla y la realidad que esa misma habla envuelve, arropa, pretende contener –esto es, reflexiona sobre la distancia que nos separa de nosotros mismos. Su búsqueda: la luz fugitiva del tacto.
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Prólogo de Adalber Salas Hernández, a propósito de El único refugio son los párpados de Marta Jazmín García (El Taller Blanco Ediciones, Colección Voz Aislada, 2020).