La mirada interior se despliega
Miguel Gomes

La frase con que se abre "El cántaro roto" de Octavio Paz nos sitúa de lleno en el impulso formal primario del volumen de ensayos que el lector tiene en sus manos. Ricardo Ramírez Requena ha extraído del poema de Paz el epígrafe y, de este, el título de la colección. La razón, una vez concluida la lectura, no debería eludirnos demasiado: ensayar constituye aquí cuestión, ante todo, de perspectiva; el principal mirador se localiza en la intimidad verbal del sujeto opinante, uno e inconfundible con el lenguaje desplegado en la escritura mientras esta interactúa consigo misma y con el mundo. Dirá más adelante "El cántaro roto", en su clímax: "Hay que dormir con los ojos abiertos, hay que soñar con las manos". A tal conciliación de ámbitos aparentemente contrarios de la imaginación y la experiencia también aspira nuestro ensayista.
Definir géneros como esencias universales, soslayando las coyunturas en que surgen o se practican, a la larga se convierte en un ejercicio intelectual estéril del cual el ensayo ha sido víctima frecuente. Para solo mencionar un par de ejemplos, recuérdese que en la carta a Leo Popper de El alma y las formas (1911) Georg Lukács se abalanzaba sobre este tipo literario dispuesto a fijar su "naturaleza". Para hacerlo, presentaba una caracterología en la que resalta el predominio del proceso de juzgar en detrimento del juicio en sí; la condición "inacabada" de lo escrito en oposición al "acabamiento" de los textos científicos; la pervivencia del pensamiento del ensayista y la imposibilidad de ser superado con el tiempo, puesto que es arte y no ciencia. Casi medio siglo después, Theodor Adorno, en "El ensayo como forma" (1958), intentando quizá contradecir a Lukács, postula un nuevo conjunto de rasgos. Señala que el género no puede adscribirse ni a la ciencia ni al arte en vista de su índole intermedia; que exagerar la distinción entre lo científico y lo artístico es un craso error; y que, siendo imperativo ensayístico el ludismo —la capacidad del ensayista de liquidar las premisas de que parte—, han de excluirse del género las defensas de dogmas u ortodoxias. No es difícil intuir que este último elemento pudo haberlo esgrimido Adorno para invalidar buena parte de la labor de Lukács, imbuida de la atmósfera cultural estalinista. Sin embargo, ambos pensadores, formulando teorías divergentes, comparten un método prescriptivo: prescindiendo de una revisión de lo considerado como ensayismo a través de distintos períodos, dan por sentado que todo ensayo debe encajar en su modelo.
No quisiera en este prólogo recaer en el mismo desacierto. Abstraer un género de sus circunstancias contribuye más a la comprensión del horizonte de expectativas de quien lo hace que a un conocimiento del objeto estudiado. Repárese en el caso de Lukács y Adorno: los ensayos de ambos no solo podrían sino que habrían de leerse a partir de las premisas con las cuales conceptúan el género; analizar, en cambio, la producción de otros escritores a partir de esas premisas conduciría a callejones sin salida —el ensayismo concebido por el segundo podría negar muchos ensayos del primero―. ¿Qué opciones nos quedan? Sospecho que la más provechosa es fundamentarse en textos y su relación con tradiciones o entornos específicos. Para nuestros propósitos, habría de subrayarse que las páginas reunidas por Ramírez Requena datan de los albores del siglo XXI y casi todas, directa o indirectamente ―al comentar obras que lo hacen―, se enfrentan a la compleja situación de Venezuela. Sabemos, además, que su autor es un consumado poeta que se ha dado a conocer igualmente por el cultivo del diario literario y el cuento. Empezaré por estos últimos datos y retomaré luego lo que el lugar y la época nos sugieren.
Un vistazo inicial a su prosa bastará para que nos percatemos de que, sea lo que sea que el autor de Otros bosques entienda como ensayo, este se halla en comercio franco con otros géneros: es evidente el lirismo y el tesón narrativo de muchos pasajes. Y el lector captará que las lecciones de Montaigne no se han olvidado, ya que la construcción de una voz no es de ningún modo inquietud secundaria; tanto se perfila, que no escasean los roces con el dominio de lo autobiográfico. No parece serle ajena a nuestro ensayista, en efecto, la advertencia inicial de los Essais:
Este es un libro de buena fe, lector. De entrada te advierto que no me he propuesto otro fin más que doméstico y privado [...]. Si yo hubiese estado entre los pueblos que según se dice viven aún con la dulce libertad de las primeras leyes de la naturaleza, te aseguro que con mucho gusto me habría pintado de cuerpo entero y completamente desnudo. Así que soy yo mismo, lector, la materia de mi libro.
La integración montaigniana de pensamiento y persona ha marcado el ensayismo posterior, pero no siempre el modelo clásico se ha mantenido. Aquí es imprescindible ubicar a Ramírez Requena en la historia del género en Hispanoamérica, donde apreciaremos, de inmediato, que el siglo XIX y buena parte del XX, con sus imperativos colectivistas de forja y organización de lo nacional, no fueron del todo propicios para fines "domésticos y privados". Si bien el yo no se ausentaba de la enunciación, el ensayista adoptaba papeles de corifeo, de maestro del pueblo o semipersonaje incluso profético, absorto en la difícil tarea de guiar o representar a diversos grupos, la totalidad de una sociedad o, incluso, un continente. Títulos como "Nuestra América" de José Martí o "Nuestros indios" de Manuel González Prada lo ilustran a la perfección. En Venezuela el legado decimonónico del género se extiende hasta mediados del siglo XX con conocidos alegatos por lo "nuestro" de ensayistas que en contadas oportunidades se apartaron de lo magisterial o salvacionista: Augusto Mijares, Rómulo Gallegos, Arturo Uslar Pietri, Mario Briceño Iragorry o Mariano Picón Salas. Este último, al reflexionar sobre su carrera en "Y va de ensayo", lo declara sin tapujos:
El público que nos lee en los periódicos pide orientaciones, retratos y síntesis de ideas, y por eso fui llamado un ensayista [...]. Seríamos muy malos hijos de esta tierra si nos aislásemos con nuestro botín intelectual a espaldas de las gentes y de sus clamores.
Es cierto que en la segunda mitad del siglo XX se desarrolló con gran vigor un ensayismo menos volcado a la nación, donde se observa una entusiasta vecindad con la ilusión de autonomía entonces prevalente en los círculos letrados venezolanos ―piénsese en obras tan representativas como las de Guillermo Sucre, Eugenio Montejo, María Fernanda Palacios o Francisco Rivera―, pero el proceso se revierte a medida que nos aproximamos al nuevo milenio y, decididamente, cuando avanzamos en él. Los drásticos cambios políticos, el atroz derrumbe de la economía y las normas comunitarias básicas harán mella en la literatura. El ensayo ha tendido a recuperar la inquietud de lo nacional y una orientación heteronómica. Ello se hace, no obstante, con un tono escéptico, desencantado, aun sardónico, reacio a los afanes magisteriales previos a los años sesenta. Pienso en Venezuela en cuatro asaltos (1993) de Rafael Arráiz Lucca; La ciudad velada (2001) oDesagravio del mal (2005) de Miguel Ángel Campos; Venezuela: el país que siempre nace (2007) de Gisela Kozak; La herencia de la tribu (2009) de Ana Teresa Torres; La gran regresión (2017) de Antonio López Ortega; o Venezuela: biografía de un suicidio (2017) de Juan Carlos Chirinos. A esta familia literaria se asimila Ramírez Requena y en tales circunstancias concretas está dedicándose al ensayo.
Después de todo lo anterior, ¿qué más resaltar en su poética? Me atrevería a aseverar que el ensayista de Otros bosques diseña con fascinación encrucijadas donde lo personal y lo colectivo se aúnan tanto como lo hacen, en el plano expresivo, en los registros de su estilo, el argumento y la efusión, el testimonio y el compromiso estético. La suya es una escritura de umbrales en la que lo diverso, sin obstáculos, encuentra su forma. Ya el íncipit del primer ensayo nos instala en esa multiplicidad que hermana raciocinio, afecto, intuición y percepción a la hora de abordar el hecho social:
Caracas es la ciudad de las desapariciones. La gente llega y se marcha; la gente hace casa en ella y entonces olvida. Es una Mnemosine con alzhéimer que bebe ron y baila salsa. Un espacio en donde Novalis hinca el hocico en un hervido de gallina al final de la madrugada, amanecido. Pero Caracas es también una ciudad en donde siempre amanece. Re-memora. Se olvida de sí misma y luego se recuerda. Es una ciudad en fuga.
Contra la impersonalidad de los estudios o los tratados, la prosa reflexiva de este volumen se concentra, en primer lugar, en individuarse, es decir, crear un hablante cuya enunciación se ancle en la experiencia de lo más cotidiano. Por algo, la pieza inaugural retrata un escenario y una historia, la de la vivencia urbana caraqueña, donde el ensayista pacta con una sensibilidad literaria obstinada en descifrar lo que la rodea:
Caracas es un hipertexto y yo lo descubrí hace más de veinte años: iba en mi carrito de Santa Paula a Chacaíto leyendo una crónica de Milagros Socorro, "La Venus de El Cafetal", que nos relata la historia de una muchacha legendaria de la zona: aquella que corría el bulevar y subía Los Naranjos sin chistar, sudando mucho y provocando choques de manera permanente entre los carros, en la cola de cada mañana. Yo iba leyendo esta crónica y mis ojos se iban abriendo más y más. Yo, que cada mañana veía esta muchacha pasar cerca de la ventana de mi autobús, la encontraba ahora dentro de estas páginas. ¿Cómo haría Milagros para verme?, ¿cómo haría para darse cuenta de que yo estaba viendo siempre a esta muchacha y así ella verla?, ¿cómo la vería a ella y a mí viéndola, lleno de baba, desde la ventana de mi carrito, allá afuera, aquí en la página?
Es así como desaparecemos en Caracas. Es así como somos sombra (la muchacha que corre) y ocultamiento (el muchacho que la va leyendo).
La estructura misma de las disquisiciones o, tal vez más apropiadamente, del discurrir se asemeja al deambular del flâneur ―Ramírez Requena evoca a Charles Baudelaire y Walter Benjamin, por supuesto―: el destino incierto de una mirada hipostasiada y abierta a los estímulos incesantes. La gran diferencia radica en que el interior no está vacío o alienado, sino deseoso de levantar puentes con el exterior, lo que sucede, sin duda, en el pasaje que acabo de citar, con un adentro y un afuera mediados por un yo que se sabe viajero de zonas limítrofes ―una de ellas la identidad propia, fundida con el nosotros sin intenciones pedagógicas ni doctrinarias―. El desplazamiento del ensayista entre las ideas, las impresiones, las suspicacias se explica por otra de las características destacables de este libro: la absoluta sincronía de pensamiento y lenguaje, ambos indeslindables, como acontece en los buenos poemas o en las narraciones que no portan entre líneas un código de barras.
Este habitante de la ciudad que piensa y siente con ella, ese personaje reflexivo, recorrerá todo lo que en Caracas apunte a la belleza y lo que apunte a la abyección. Se detendrá, no menos, en la semilla rural, premoderna, que la urbe de hoy todavía alberga con resultados ominosos. Sus comentarios acerca del "Centauro", póngase por caso, se hacen desde una modernidad anímica que inventaría el elemento reaccionario, arcaizante, de las mitologías caudillistas decimonónicas y las más recientes:
Como parte de nuestro imaginario fundacional, el Centauro se construye desde lo romántico y desde lo romántico, nacionalista, militar, se recuerda. Su imagen es esa: un pasado glorioso, que curiosamente nos impide avanzar.
Somos un caballo detenido en una imagen. Al detener esa imagen, destruimos lo sagrado en ella. ¿O es al revés?, ¿no será que liberándola, al dejar esa imagen, al entender que debemos dejar al caballo libre perderse en el horizonte, sin vuelta atrás, por fin retomaremos la libertad?
Estamos ante una crítica a la semilla semifeudal que retoña una y otra vez en el sistema político y lo aprisiona en el culto patriarcal a los orígenes.
Luego nos encontramos con sólidas indagaciones en textos literarios, que transitan, sutilmente, del motivo del Centauro a un examen de la aparición del caballo en la poesía de Igor Barreto. Sutil lo considero porque Barreto, no lo olvidemos, nos ha legado una inspirada cartografía del devenir venezolano que posa sus ojos en los Llanos con el instrumental de una pasantía caraqueña y regresa a la capital para descubrir en ella las grietas que los márgenes agrarios o la naturaleza introducen en sus dominios. En ese vaivén por "carreteras nocturnas" ―recuérdese uno de sus títulos― el poeta somete a escrutinio los mitos patrióticos y realza sus tesituras discursivas.
A estas alturas del libro se hace imposible ignorar que no estamos ante un depósito de ensayos escritos para ocasiones variadas, sino que en la secuencia hay una sintaxis. No cabe sorprenderse, por ello, de que leamos a continuación renglones acerca de la literatura de la era chavista. Y otros más sobre el "pueblo", sobre un Volksgeist que deriva en "bufonada esgrimida una vez más por el Estado que quiere dominarlo todo". Y un ensayo donde se invoca la necesidad de introspección, la urgencia montejiana de dar con "dioses profundos" y lo "sagrado": el hablante ensayístico, afectado por su melancolía de ciudadano testigo de sueños de modernidad disueltos, trata de vislumbrar en lo íntimo lo que no halla a su alrededor. Enseguida se nos ofrece una serie de análisis de obras que se ocupan de la demolida Venezuela de estos tiempos: Paisajeno de Willy McKey; Diario de sombra de Antonio López Ortega; Los desterrados de Eduardo Sánchez Rugeles. En el quehacer de estos autores entrevemos proyectos de creación erigidos contra las perseverantes destrucciones políticas y humanas; más que simples denuncias, intentos de dar con un lenguaje capaz de devolvernos lo perdido. Y Ramírez Requena cierra su trayecto con un guiño de ensayista venezolano: revisitando las errancias de Picón Salas, figura central tanto del género como del canon nacional, quien mucho tiene que decirnos aún sobre la fidelidad a un país y lo que significa tener que salir de él, la sensación de que este por temporadas expulsa a sus habitantes, entre los que se cuentan, no rara vez, los letrados.
Literatura que duerme de ojos abiertos y sueña con las manos; que amalgama lo privado y lo público; que se sumerge en la psique para emerger rastreando las huellas de lo real en la palabra y cómo esta coloca sus símbolos en nuestra conciencia. No encuentro manera más exacta de resumir el método casi inasible de estas páginas, este bosque de metáforas, certidumbres y deseos.
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Prólogo de Otros bosques. Ensayos sobre literatura venezolana contemporánea (El Taller Blanco Ediciones, Colección Escolios, 2019)